domingo, septiembre 11, 2011

M U E R T E




Todos nacemos con algo certero: la muerte. Ese es nuestro final predeterminado; es lo que desde el uso de la conciencia, tratamos de aceptar y, el algunos casos, evitar. El truco está en asimilar de mejor manera ese momento en que todo llega a su fin para nuestra existencia terrenal, física, o como quieran llamarle. Miedo a enfrentarla, pánico, curiosidad; opciones para enfrentarla hay tantas como maneras de llegar a ella. El misterio que despierta está avalado a través de la historia, mitos, leyendas, cuentos, relatos que llevan a temer o reír. Optar por ignorarla es válido, pero ella nunca nos ignorará, está en su contrato. ¿Qué vida seria esta si nadie muriera? Aún tendríamos a Hitler entre nosotros, a Napoleón, a Mozart, quien sabe! La tierra estaría sobrepasada en población si nadie pereciera. El ciclo de la vida tiene su rutina.
Llegar a un estado mental de aceptación total de la muerte es difícil, el temor de lo desconocido está siempre, la disposición a ella es la que hace la diferencia. Claro, dependiendo del contexto en que ocurra. Un accidente es sorpresivo y si es con muerte instantánea, no lo sientes. Bueno, no te das cuenta. Lo que ha llamado mi atención estos días – penosos para muchos- es la sensación de angustia, no la muerte en sí. El dolor de los que quedan acá es común y entendible, y no resiste mayor análisis, pero luego de saber el “aparente” motivo o situación en que se dio la muerte de los 21 de Juan Fernández, llamó mi atención la angustia de los que iban en la nave. El momento previo a morir, ¿Cuánto antes de estrellarse se dieron cuenta que este era el fin? ¿Cómo asumieron ese anunciado final? Trato de armar esa escena en mi mente, mientras viajo en un bus del Transantiago, mirando hacia la calle, viendo a otros seres humanos caminando con miradas perdidas, desvalorizando la vida en su esencia mas básica: el valorar el simple hecho de estar vivo. De poder respirar y poder apreciar el diminuto instante por el cual tenemos consciencia de nuestro paso por este mundo, por estar en un país como Chile, por caminar por calles de una ciudad como Santiago, con todo lo bueno y lo malo que ello conlleva, y dar por hecho que el vivir es una rutina, una monótona rutina que asumimos que llegará a su fin “cuando el caballero de arriba lo diga”, pero que asumimos será en mucho tiempo más del que estamos en el presente, asumiendo que será cuando tengamos muchas mas canas y arrugas que evidencien el paso del tiempo en nuestros cuerpos. Es la trampa de la vida, la de hacernos creer algo que no es. Darnos el suero de la vida normal, rutinaria, para cuando ya haya pasado nuestro tiempo, darnos cuenta que no supimos aprovechar los momentos mas in significantes de la misma vida que tuvimos.
Siempre he tenido una relación cercana con la muerte, desde esos fallidos intentos de suicidios juveniles, el ser testigo de muertes ajenas en la calle, el morbo de la sangre, la muerte de familiares. La fragilidad en que vivimos cada dia y que no aprovechamos. Lo concedo: la vida es injusta. Es una mierda, pero mas allá de serlo, no podemos echarle mas mierda encima para que apeste mas aun. Opté por alivianar la carga de estiércol de la mia, no mas amargura inútil, que solo hace que cada minuto de vida sea peor y no ayuda a mejorar los minutos que vendrán. Difícil seria decir que la vida es bella, pero es menos mala desde que te haces cargo de limpiar tu entorno; obvio, no cambiaremos al mundo, estamos viejos para eso, pero podemos cambiar el entorno en el que nos desarrollamos y vivimos dia a dia para hacerla menos mala, menos triste.
Muchos han sentido la pérdida de un rostro, pero mientras escribo sigo pensando en ese momento definitorio; claro, si chocas sin aviso no te das cuentas que fue lo que te mató, una muerte inmediata, violenta no te avisa, solo mueres. Si hay agonía te preparas de una manera mas pausada, tienes tiempo, se podría decir, pero en una situación en la que no tienes escapatoria, pudiendo tenerla, ya es tarde. Pienso en esa cabina con 21 personas, mirando hacia la inmensidad del mar y un trozo de tierra a un costado, pensando en que se venía, las frases o gritos desesperados, o las oraciones, las encomendaciones a Dios, o a quien sabe qué. Las manos tomadas, algún abrazo aferrado de ultimo minuto, la entrega definitoria a un destino ineludible. La aceptación del final. La catarsis de no aceptar lo inminente. Las miradas finales, los recuerdos de vidas que ya no serán, los recuerdos de rostros que no volverás a ver. Las preguntas que se quedaron sin respuesta, las dudas, los deseos de buena venturanza, lo que quedó inconcluso, la frustración o impotencia de preguntar por qué a mi? O por qué así? ¿Era asi como tenia que terminar? Justo ahora? Todos tenemos fijación por algún “tipo” de muerte, la mas indolora, pero cuando llega de una manera dramática y grandilocuente debe ser terrible, que tus ruegos no se cumplen, que para peor es una muerte violenta con advertencia de que ya no hay escapatoria, en que un ataque de ansiedad o el cerrar tus ojos no te salvara de aquel destino; aunque mas te aferres al asiento tu final está decidido y lo único que cambia es el cómo lo asumes. La angustia, maldita palabra. No tanto como “muerte puta” que fue el desahogo de Ricarte Soto; yo no culparía a la muerte en su finalidad, es parte de lo que la muerte hace, nada mas.
La muerte es certera, cumple su labor, que no es llevarse a alguien, es la de ser un recordatorio constante de que debemos valorar la vida que tenemos, por muy miserable que sea, es la que nos tocó y tratar de hacer lo mejor que podamos con ella. Lamentar la muerte ajena es parte de nuestra naturaleza, pero mas allá de seguir hundidos en el dolor ajeno de personas que fueron muy loables y muy buenas, no podemos olvidar que es mejor aprovechar la vida propia y hacer que esta contagie a las demás, para que cuando aparezca esta invitada a llevarnos a un último paseo, y nos pregunte cómo vivimos, podamos responderle: de la mejor manera que pudimos durante el tiempo que se nos permitió estar aquí.